La Prefectura Superior de Policía
de Via Laietana 43

 

Via Laietana 43, nodo principal de la red represiva del franquismo en Barcelona: una resignificación necesaria

Si una característica definió la dictadura franquista por encima de cualquier otra, y a lo largo de toda su trayectoria, ésta fue su carácter represivo. El franquismo fue, ante todo, un régimen de vulneración sistemática de derechos fundamentales1. No por casualidad, el estudio de la represión ha sido —y continúa siendo— uno de los ámbitos prioritarios de atención de la historiografía sobre la dictadura, de forma que hoy disponemos de un amplio conocimiento sobre sus distintas vertientes (fusilamientos, campos de concentración, trabajo forzado, prisión, depuraciones, confiscaciones, represión lingüística). Este conocimiento es especialmente completo por lo que se refiere a la guerra y la inmediata posguerra, período de máximo despliegue de la brutalidad represiva2. Mucho menos prolífica es, en cambio, la bibliografía sobre la represión desplegada en las últimas décadas del régimen, en la que, a pesar de los importantes avances que la investigación ha hecho en los últimos años, hay todavía importantes lagunas3. Pese a ello, sí conocemos elementos suficientes para constatar la continuidad de algunas estructuras y prácticas represivas hasta el momento de colapso del franquismo. Más todavía: desde finales de los años sesenta se produjo un palpable endurecimiento de la violencia institucional, por lo que bajo ningún concepto puede hablarse de una dictablanda.

A pesar de las líneas de continuidad, cabe subrayar también que la naturaleza de la represión desplegada en la parte final del franquismo se diferencia claramente de la violencia de guerra y posguerra. Mientras que ésta se inscribía en la lógica de liquidación de la “anti-España” que había detrás del proyecto de los militares insurrectos de 1936 y estuvo fuertemente influenciada por la dinámica de guerra —de ahí la pervivencia, por ejemplo, del estado de guerra hasta 1948—, la represión posterior se explica por la necesidad de defenderse de los envites de la oposición y asegurar la continuidad de la propia dictadura. Mientras que el primer tipo de violencia pretendía hacer tabula rasa para erigir un Nuevo Estado que se concebía como parte integrante de un nuevo orden fascista europeo, la segunda se daba en un contexto de relativo aislamiento internacional del franquismo, en el que éste fue objeto de creciente crítica por parte de organizaciones políticas, sindicales y organismos de defensa de los derechos humanos y de la sociedad civil en general.
Aunque fijar una fecha concreta para delimitar ambas etapas resultaría tal vez un tanto arbitrario, sí podemos situar esta frontera, aunque sea orientativamente, entre mediados y finales de los años cuarenta; esto es, entre la derrota de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial y el progresivo aniquilamiento de la resistencia armada en el interior. Fue precisamente en este contexto, en julio de 1945, cuando se aprobó el Fuero de los Españoles, en el que, emulando las partes dogmáticas del constitucionalismo democrático, la dictadura hizo por primera vez un reconocimiento formal de derechos. El franquismo pretendía dotarse, así, de un vestido que le proporcionara una apariencia legal de respeto por derechos y libertades, en un nuevo contexto que se adivinaba adverso, y en el que, por tanto, ya no podía imperar el me ne frego típicamente fascista. Sin embargo, no solamente el propio Fuero establecía que el ejercicio de los derechos en él reconocidos quedaba sujeto al respeto de “la unidad espiritual, nacional y social de España”, sino que, en la práctica, las autoridades nunca tuvieron reparos por vulnerar estos derechos. Destacaban, para lo que aquí nos interesa, el derecho a la libre expresión de ideas (art. 12), el derecho a la libre reunión y asociación (art. 16) y el plazo máximo de 72 horas para las detenciones gubernativas (art. 18)
4 La comisaría de Via Laietana 43 constituyó uno de los espacios de impunidad que evidencian la conculcación sistemática de estos derechos. Pero, antes de adentrarnos en la historia y significado de este espacio, levantemos un momento la mirada para comprender la estructura y el funcionamiento del sistema de represión y control del franquismo.

Los instrumentos represivos del franquismo

Jurídicamente, el principal instrumento de persecución de la oposición fue la justicia militar y, más específicamente, la abusiva aplicación del delito de rebelión militar; o, por decirlo de forma más precisa, de los delitos de adhesión, auxilio o inducción a la rebelión. Esta anomalía, que partía de los bandos de guerra, se prolongó por medio de una enmarañada sucesión de leyes y decretos, en parte compilados en el Código de Justicia Militar de 19455. En lo que a la técnica legal de la represión se refiere, no puede decirse que el franquismo fuera especialmente innovador. A lo largo del siglo XIX y el primer tercio del XX se acumularon en España décadas de suspensión de las garantías emanadas del constitucionalismo decimonónico, mientras la política de orden público quedaba en buena medida militarizada6. La victoria franquista en la Guerra Civil y la consolidación de la dictadura en la larga posguerra llevó esta tendencia secular al paroxismo7. De hecho, cabe hablar más bien de una ruptura: la que separa el modelo conservador y reaccionario de la Restauración de uno contrarrevolucionario, como el que quiso imponer la dictadura de Franco8.

Las cifras avalan esta interpretación. Sólo en Cataluña, el Tribunal Militar Territorial Tercero incoó procedimientos contra casi 80.000 personas a lo largo del franquismo9. Si bien no disponemos de un recuento completo para el conjunto español, es razonable pensar que el volumen de procesados en consejos de guerra no estuvo en ningún caso por debajo de los varios centenares de miles. Lo que sí podemos cuantificar con mayor precisión son las consecuencias fatales de estos procedimientos: no menos de 140.000 fusilados, concentrados mayoritariamente entre julio de 1936 y mediados de los años cuarenta10. Como han señalado varios historiadores ya desde los primerizos estudios en este campo, la represión practicada por los militares insurrectos durante la guerra, así como la ejercida luego por el Nuevo Estado franquista, respondió a un alto grado de planificación11. No puede hablarse de una etapa más en una larga historia de militarización del orden público, sino de una auténtica cesura, que partió del intento de eliminación física del adversario.

Con leves modificaciones, la primacía casi absoluta de la justicia militar se mantuvo hasta diciembre de 1963, momento de creación del Tribunal de Orden Público (1963)12. En síntesis, el TOP asumió la carga de la persecución judicial del antifranquismo, con la única excepción —sobre el papel— de la oposición armada. El alcance de este cambio no era insignificante: por vez primera desde 1936, el fuero militar dejaba de ser el prioritario para la persecución de los delitos políticos. Con todo, se dejaba en las manos de los jueces militares la capacidad para atribuirse las causas que consideraran pertinentes, lo que les confería una amplia potestad de avocación. Desde entonces, se abrió una doble vía jurisdiccional (TOP i consejos de guerra) que se mantuvo hasta el final de la dictadura. Con algunas modificaciones, eso sí. Primero, en 1968, para ampliar nuevamente las competencias del fuero castrense. Poco después, en 1971, para limitarlas tímidamente. Y, por último, en 1975, para ampliarlas por última vez13.

El otro gran ámbito de la estructura represiva del régimen lo constituyen los organismos policiales y de información. Aunque policía y servicios secretos deberían estar claramente diferenciados, el carácter de policía política que el franquismo otorgó a sus cuerpos policiales hace imposible deslindar ambas esferas. La propia ley de policía de marzo de 1941 atribuía a los cuerpos policiales la tarea de “llevar a cabo la vigilancia permanente y total indispensable para la vida de la Nación, que en los Estados totalitarios se logra merced de una acertada combinación de técnica perfecta y lealtad que permita la clasificación adecuada en sus actividades y de vida a la Policía política, como órgano más eficiente para la defensa del Estado”14. Así, todos los cuerpos policiales de la dictadura (Cuerpo General de Policía, Guardia Civil y Policía Armada) debían colaborar en las tareas de control y vigilancia

Dos organismos concentraron las principales atribuciones en este ámbito. El más importante, integrado en el Cuerpo General de Policía y con competencia en los grandes núcleos urbanos, fue la Brigada de Investigación Social (BIS), originalmente llamada Brigada Político-Social y así conocida popularmente15. Mucho menos estudiado pero con unas atribuciones y una importancia parecidas, el Servicio de Información de la Guardia Civil (SIGC) fue el segundo gran instrumento de control16. Aunque su ámbito teórico de competencia eran los municipios de menos de 20.000 habitantes, no son infrecuentes los rastros documentales que permiten afirmar que la actuación del SIGC rebasó en ocasiones este ámbito, como puede constatarse en la propia Barcelona. Hay que considerar, además, que este organismo se beneficiaba de la amplia red de agentes de la propia Guardia Civil: todos ellos eran considerados agentes del Servicio de Información y, por lo tanto, tenían el deber de proporcionarle datos17, lo que estaba en consonancia con el papel de policía política que la ley de marzo de 1941 confería a los cuerpos de orden público.

Entre las demás patas de la estructura de vigilancia y control, sobresale el Servicio de Información e Investigación de FET-JONS, que, en los años de la posguerra —y, en especial, antes de la reorganización de los servicios policiales en 1941—, fue una pieza esencial en la recopilación de informaciones sobre la ciudadanía18. Si bien en décadas posteriores quedó relegado a un segundo plano, parece que nunca llegó a desaparecer; así se desprende de la (poca) documentación conservada, que permite rastrear la pista del Servicio Nacional de Información del Movimiento —la denominación que adquirió a partir de los años cincuenta— hasta los últimos años de la dictadura. Hay que considerar, asimismo, que otros organismos dependientes del partido único tuvieron encomendadas tareas de vigilancia. Fue el caso del Sindicato Vertical y el Sindicato Español Universitario, que, más allá de su función como instrumentos de encuadramiento, fueron también utilizados, en colaboración con los cuerpos policiales, para monitorizar las actividades de los opositores.

Destaca asimismo, pero en este caso en el seno de los organismos directamente dependientes del Gobierno, el Servicio Central de Documentación (SECED), precedente inmediato del CESID y del actual CNI. Creado en 1968 bajo la denominación de Organización Contrasubversiva Nacional (OCN) y originariamente concebido como un gabinete de espionaje dedicado a combatir la “subversión” en la universidad, muy pronto amplió su ámbito de interés al conjunto del antifranquismo. También bajo control gubernamental, pero con un peso presumiblemente menor, desde inicios de los años sesenta funcionó la llamada Oficina de Enlace, integrada en el organigrama del Ministerio de Información y Turismo. Su principal cometido era compartir y analizar la documentación producida por la amplia madeja de organismos informativos de la dictadura. Finalmente, en el seno de las fuerzas armadas hubo igualmente una dedicación a tareas informativas sobre la oposición en el interior del país. Ésta fue la función desempeñada por la Segunda Sección Bis del Estado Mayor Central del Ejército, seguramente la institución que menos se conoce de todas las hasta aquí mencionadas; fue solamente hace unos pocos años cuando la documentación que produjo pudo empezar a ser consultada.

Es importante subrayar que todos estos organismos fueron mucho más eficaces de lo que a menudo se presupone. Aunque la documentación disponible es fragmentaria, lo que conocemos gracias a ella nos permite intuir un gran iceberg por debajo de lo que podemos documentar. El Servicio de Recuperación de Documentos, encargado de la recopilación de informaciones político-sociales sobre la población de los territorios ocupados por el ejército insurrecto, llegó a atesorar más de tres millones de fichas personales19. Un volumen todavía mayor llegó a tener el fichero del Servicio de Información e Investigación de FET-JONS, que en 1940 afirmaba disponer de más de cinco millones de fichas personales y haber abierto tres millones de expedientes. Teniendo en cuenta que España contaba entonces 25 millones de habitantes, de los que casi el 40% tenía entonces menos de 20 años, ello quiere decir que el partido único tenía datos políticos o sociales sobre un tercio de la población adulta del país. Pero, en algunos sitios de extracción mayoritariamente obrera, como Sabadell, se ha calculado que este porcentaje podría incluso ser superior al 50%20.

Es difícil saber hasta qué punto se mantuvo en las décadas siguientes este volumen de generación de información. A partir de los años cincuenta y sesenta, el crecimiento demográfico y la creciente actividad de la oposición hicieron cada vez más difícil mantener una estrecha vigilancia sobre la población. Pero, que la capacidad para conseguirlo se viera mermada, no quiere decir que la voluntad y las órdenes no existieran. Sabemos, por ejemplo, que todavía en los sesenta las distintas BIS regionales estaban encargadas, junto con la Guardia Civil, de elaborar censos laborales en los que debían constar “los nombres y filiaciones completas, con sus antecedentes político-sociales, de todos los trabajadores” de cada provincia21. Semejantemente, las normas de funcionamiento del SIGC estipulaban por aquellas mismas fechas que, entre sus principales funciones, debía estar la de confeccionar ficheros en los que se intentara que “figuren todos los domiciliados de la demarcación y, como mínimo, aquellos individuos que tengan antecedentes penales, político-sociales o fiscales, y todos aquellos que por sus cargos, forma de vivir u otras circunstancias, así se juzgue conveniente”22. Instrucciones de este tipo rompen claramente con la imagen de un franquismo que, desde 1945, fue alejándose de sus orígenes. Por el contrario, la voluntad de control total de la población se mantuvo hasta su final, como prueban no sólo instrucciones de este tipo, sino la documentación sobre la propia praxis policial23.

Una última pieza esencial para el buen funcionamiento de la red de vigilancia y control fue la colaboración de los agentes auxiliares y de la propia población. Entre los primeros, una circular de septiembre de 1941 se refería a la importancia de los “elementos auxiliares” de vigilancia y seguridad: guardias municipales, vigilantes nocturnos, guardas forestales, guardas jurados y personal análogo24. En las ciudades, un papel importante jugaron también los porteros de fincas, profesión que, por sus características, tenía una larga tradición de colaboración con las autoridades25. Y, en las zonas rurales y localidades menores de 10.000 habitantes, se contaba con los somatenes, figura recuperada con el objetivo de fomentar la “colaboración de parte de la población sana en el mantenimiento del orden público”, y que debía encontrar su “gran base personal” en los afiliados al partido único26. Lejos de tratarse de una realidad de posguerra, la documentación nos dice que, por lo menos hasta los años sesenta, el régimen se preocupaba de recopilar puntualmente información actualizada sobre vigilantes con “funciones auxiliares” para el mantenimiento del orden público27. En las universidades, los bedeles fueron también un claro ejemplo de este tipo de papel auxiliar28. Y gran importancia tuvo, asimismo, la propia colaboración ciudadana. En este terreno, los manuales policiales diferenciaban entre colaboradores (cuya contribución “suele ser voluntaria y, prácticamente, desinteresada”) y confidentes (“que proporcionan sus informes llevados de un interés y en espera de sacar un beneficio o una recompensa”)29.

Todo este entramado tenía su cúspide en la Dirección General de Seguridad (DGS), ubicada en la Puerta del Sol de Madrid y directamente dependiente del Ministerio de la Gobernación. Desde el final de la guerra, fue este organismo el que asumió las tareas que durante la contienda habían desempeñado los organismos militares de información30. De la DGS dependían, a su vez, las distintas Jefaturas Superiores de Policía, cuyo número y ámbito de actuación fue modificándose a lo largo de la dictadura. En un primer momento, se crearon las de Madrid y Barcelona, a las que muy pronto se sumaron las de Valencia, Bilbao, Sevilla y Zaragoza31, todas ellas con atribuciones exclusivamente en su provincia. De estas seis jefaturas, se pasó luego a diez (se añadieron las de La Coruña, Granada, Valladolid y Oviedo), con un ámbito competencial que incluía varias provincias32. En el caso de Barcelona, quedaron bajo la autoridad de la JSP las comisarías de las cuatro provincias catalanas. Ello confirió al edificio de Via Laietana 43 la centralidad de la represión no sólo en Barcelona, sino también en Cataluña.

No hay que perder de vista, por último, el papel de los gobernadores civiles, delegados del gobierno en las provincias y que, como tales, ejercían como correa de transmisión de Gobernación en el territorio. A lo largo del tiempo, esta figura —que, además, desde inicios de los años cuarenta se fusionó con la de jefe provincial del partido único— fue progresivamente reforzada. Dos momentos fueron especialmente importantes. Por un lado, la aprobación, en 1958, del llamado decreto de gobernadores, que consolidó sus competencias. Y, una década después, en 1968, la creación de las Juntas Provinciales de Orden Público, presididas por el gobernador y encargadas de coordinar la aplicación de la represión a escala provincial33. 

La represión franquista en Barcelona, una historia de violencia

Si bien la manida caracterización, acuñada por Engels, de Barcelona como la ciudad que tuvo en su haber más combates de barricadas que ninguna otra en el mundo34 puede parecer hiperbólica, no deja de tener un notable poso de verdad histórica. En efecto, la ciudad condal, cuna del movimiento obrero catalán, estuvo atravesada por importantes movilizaciones y luchas sociales, con epicentro en su denso tejido industrial, aunque no sólo. El reverso de estas luchas y movilizaciones obreras, así como de la popularidad del republicanismo y su notable presencia institucional, fue la represión estatal, que a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del XX tuvo uno de sus focos principales en Barcelona. Tras la victoria franquista de 1939, la ciudad y su entorno fueron, de nuevo, objeto de una especial animadversión, traducida en una implacable voluntad represiva. Se trataba, en palabras del cronista militar próximo a los sublevados Víctor Ruiz Albéniz, de infligir a la capital catalana “un castigo bíblico […] para purificar la ciudad roja”35. A ello se añadía su simbolismo como capital de Cataluña, territorio que concentró buena parte de las iras franquistas.

Aunque las retóricas genocidas permanecieron en el plano discursivo, el volumen de la represión fue mucho más que notable: entre el final de guerra y la conquista de la democracia parlamentaria, un total de 25.121 barceloneses fueron procesados en consejos de guerra instruidos por militares, aunque la inmensa mayoría lo fue en los primeros compases de este período; en el conjunto de la provincia, esta cifra asciende a los 45.13236. De ellos, 1.716 fueron fusilados37. En la capital, muchos de estos fusilamientos tuvieron por escenario otro lugar de memoria emblemático, el Campo de la Bota, y se prolongaron hasta entrados los años cincuenta. Sin duda, estas cifras no fueron mayores por el carácter fronterizo de Cataluña, lo que permitió a centenares de miles de personas encontrar refugio (temporal) allende los Pirineos. Con todo, a lo largo de los primeros ocho meses de ocupación, cerca de 30.000 catalanes y catalanas padecieron algún tipo de prisión “preventiva” (y ello sin contar los recluidos en campos de concentración o los encuadrados en los batallones de trabajadores)38.

Las iniciativas institucionales de reconocimiento a la víctimas de la represión que se han producido en los últimos años pueden añadir algunos elementos para dimensionar el fenómeno, teniendo en cuenta que probablemente sólo han hecho aflorar una parte de él. Entre 2000 y 2002, el Gobierno catalán aprobó una serie de normas para indemnizar a las personas que hubieran padecido períodos de privación de libertad de como mínimo un mes durante la dictadura. En septiembre de 2008, se habían recibido 39.023 solicitudes, y fueron concedidas 21.652 indemnizaciones. De éstas, 5.618 correspondían a personas originarias de la comarca del Barcelonès. De entre todas las solicitudes recibidas, algo menos de 800 fueron relativas a privaciones de libertad posteriores a la posguerra, la mayoría de las cuales como resultado del activismo antifranquista entre la década de los cincuenta y mediados de los setenta39.

Muchas de estas privaciones de libertad tuvieron una primera parada en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, que jugó un papel fundamental en el entramado represivo del franquismo. El inmueble sito en el número 43 de la Via Laietana ya había estado asociado previamente —desde su conversión, en 1929, en sede policial— a la represión policial de los movimientos obreros y radicales barceloneses. Fue así como se popularizó, en los ambientes libertarios de los años treinta, la elocuente denominación “el Molino Sangriento”40. Tras la Guerra Civil, la Jefatura estuvo temporalmente alojada cerca de la avenida Diagonal41. En 1941, una vez finalizadas las obras correspondientes, recuperó su emplazamiento en Via Laietana, donde ha permanecido hasta hoy.

Resulta interesante constatar otras continuidades, más allá de la de su ubicación. Por ejemplo, respecto a la composición de los cuerpos destinados al mantenimiento del orden público. Es ilustrativo, entre otros, el caso de Eduardo Quintela. Nacido en Barcelona, aprobó las oposiciones en enero de 1917, y ejerció desde entonces en diferentes destinos y bajo distintas administraciones —e incluso regímenes— hasta que, en febrero de 1939, regresó a la ciudad condal como agente de la Brigada Político Social, puesto que ocupó hasta su jubilación en 195542. Personajes como Quintela o el comisario Pedro Polo contribuyen a dar sentido, aunque en contextos muy diferentes, a la admonición pronunciada por uno de los entrevistados por Svetlana Aleksiévich en referencia a la pervivencia e impunidad de los aparatos represivos estalinistas de los que él mismo formó parte: el hacha siempre sobrevive al dueño43.

A partir de su emplazamiento en la citada dirección, la Jefatura Superior de Policía, sede también de la temida 6ª Brigada Regional de Investigación Social, ejercerá como “cerebro” de la red represiva de la dictadura en Barcelona (y, más adelante, en toda Cataluña)44. Será, pues, el nodo principal en territorio catalán de una tupida red de espacios y cuerpos represivos. Y será, también, uno de los principales espacios de impunidad para la práctica de la tortura, con el objetivo de eliminar cualquier resquicio de oposición organizada al régimen e implantar una suerte de terror social que favoreciera el consenso pasivo de la población respecto a la dictadura45.

Las cifras, una cuestión pendiente

Desafortunadamente, aún hoy resulta extremadamente complicado establecer el número de personas que pasaron por aquellas dependencias. Cualquier análisis cuantitativo se antoja, como ha sido señalado al principio, de gran dificultad. Hay que tener en cuenta, además, que el recuento no debería limitarse exclusivamente a los detenidos por motivos de índole estrictamente política. La represión se cernió sobre colectivos conceptualizados como disidentes en términos de su supuesta “peligrosidad social”. Así, al menos 2.000 miembros del colectivo LGTBI pasaron por aquellas dependencias46. La convivencia —y a menudo los gestos de solidaridad— entre detenidos por razones políticas y los pertenecientes a colectivos marginalizados, como por ejemplo el de las trabajadoras del sexo, es un lugar común en los diversos relatos de supervivientes.

Dicho esto, vamos a focalizarnos en el grupo de los primeros, puesto que sus experiencias han sido objeto de mayor atención y, precisamente por ello, disponemos de más datos para nuestra aproximación. Desgraciadamente, el número de detenciones habidas durante la dictadura sigue siendo una incógnita, más allá de algunos registros documentales concretos47, y a pesar del lugar prominente de esta tipología de víctimas en la Ley de Memoria Democràtica. Ahora bien, aproximaciones locales pueden arrojar algo de luz sobre el particular.

Para el caso de Barcelona, el número de sentenciados en procesos civiles y militares nos puede ayudar a dimensionar el fenómeno; teniendo en cuenta, eso sí, que hubo detenidos que no fueron finalmente procesados judicialmente y que, por lo tanto, se trata siempre de cifras de mínimos. A partir de los datos obtenidos en el marco del proyecto TOPCAT48 y del proceso de reparación jurídica establecido en la Ley 11/2017 del Parlamento catalán, sabemos que entre 1950 y 1978 1.445 vecinos y vecinas de la ciudad fueron sentenciadas por el Tribunal de Orden Público o procesados por la jurisdicción militar. Partiendo de la primera de las bases de datos citadas, también se ha podido establecer el año en que estas personas fueron aprehendidas. A estas cifras habría que añadir las correspondientes a la década de los cuarenta, período durante el que fueron procesados en consejos de guerra otros 2.698 barceloneses (casi 1.100 tan sólo en el año 1941, para luego disminuir drásticamente). En total, pues, un mínimo de 4.143 personas fueron detenidas en Barcelona por actividades políticas a lo largo de la dictadura. La distribución temporal de estas detenciones dibuja un gráfico en forma de u asimétrica, cuyo punto más bajo se encuentra en la primera mitad de la década de los cincuenta.

Cabe, sin embargo, realizar una última consideración que afecta de forma capital la estimación avanzada: apenas disponemos de datos para 1976, año crucial en el que la amplísima movilización en pos del cambio político, sobre todo en su primer semestre, pero no solamente, fue objeto de una extraordinaria respuesta represiva con la que el régimen pretendía “enseñar los dientes” y limitar el impulso opositor49. Tan sólo en las fechas que rodearon el Primero de Mayo de 1976, The Times cifró en un millar el número de personas detenidas en toda España50.

Buena parte de estas más de 4.100 personas detenidas fueron conducidas a las dependencias policiales sitas en Via Laietana 43, como se desprende de la documentación anexa en numerosos de los procedimientos. La dureza de las condiciones en las que se produjeron las detenciones y las privaciones de libertad en la década de los cuarenta ha sido debidamente atestiguada por algún estudio51 y, sobre todo, por diversos testimonios52. En algunos casos, la estancia en los calabozos y las salas de interrogatorio de la Jefatura fueron precedidos por el paso por la sede de la comandancia de la Guardia Civil, radicada en la calle Sant Pau 93. En este cuartel, numerosos detenidos sufrieron también torturas y malos tratos; destaca, entre ellos, la privación del sueño, para que los arrestados llegaran ya debilitados a Jefatura.

Volviendo a la cifra avanzada, hay que señalar que deja fuera algunos casos, como el de aquellas personas represaliadas en Barcelona pero no residentes en la ciudad. Aunque el dato, pues, no deja de ser problemático —por cuanto seguramente infraestima la represión—, se nos antoja como un sólido punto de partida a partir del cual dimensionar el fenómeno; mejor, en cualquier caso, que otras extrapolaciones, como la de personas afectadas por el TOP, que según se ha estimado, llegarían a más de 50.00053. Ello arroja un resultado no demasiado verosímil —e imposible desagregar con los datos disponibles— de aproximadamente 320 detenidos semanales en todo el Estado entre 1964 y 1976.

Lamentablemente, si las detenciones son aún una cuestión desconocida, el fenómeno de la tortura es todavía mucho más escurridizo. El sometimiento de detenidos a tormentos no es un fenómeno exclusivo de los regímenes dictatoriales, también democracias más o menos consolidadas han padecido esta práctica. Encontramos un caso significativo en la Francia a caballo entre la Cuarta y Quinta Repúblicas54, contexto en el que fueron numerosas las torturas contra activistas independentistas argelinos (o personas solidarias con éstos). El fenómeno conmocionó a la opinión pública del país vecino durante décadas, y provocó una grave crisis política que coadyuvó a la transición entre regímenes republicanos y a la independencia de Argelia en 196255.

En cualquier caso, independientemente de la naturaleza del “Estado torturador”, los abusos físicos, psicológicos y sexuales a las personas bajo custodia policial son un fenómeno relegado a las penumbras y, por lo tanto, difícil de documentar. El franquismo no es, obviamente, una excepción. La Comisión Internacional de Juristas, en su célebre informe de 1962 sobre la vulneración de derechos en la España de Franco, alertó sobre esta práctica —omitiendo el vocablo tortura— haciendo una referencia general a la brutalidad y los métodos ilegales con los que se obtenían las declaraciones de los detenidos. Ahora bien, el documento sí se hacía eco del escrito que 339 sacerdotes vascos dirigían a sus respectivas diócesis atestiguando casos de torturas56. La respuesta del régimen no se hizo esperar en el no menos conocido documento España, Estado de derecho, facturado por miembros del Instituto de Estudios Políticos. En él, se consideraban las acusaciones de la entidad con sede en Ginebra como poco más que insidiosas. En un gesto un tanto cínico, se animaba a cualquier persona que hubiera podido padecer estas circunstancias a ejercer su derecho a la acción penal contra los supuestos responsables57. Sea como fuere, el ordenamiento español era por aquel entonces escasamente garantista, tanto en términos materiales como procesales, lo que favorecía espacios de impunidad a las fuerzas policiales. Éstas, según constatara hace tiempo Francisco Tomás y Valiente, se ensañaban especialmente con aquellas personas detenidas por causas políticas58.

La historiografía ha constatado, a partir de la compilación de casos particulares, el carácter sistemático de la tortura bajo el franquismo59. No obstante, los obstáculos heurísticos para un estudio cuantitativo son notables, si bien no insalvables. Un ejemplo paradigmático en este sentido lo hallamos en un amplio estudio encargado por la Secretaría General de Derechos Humanos, Convivencia y Cooperación del Gobierno vasco, enmarcado a su vez en el proceso de reconocimiento y reparación del “Plan de Paz y Convivencia 2013-16”. Este documento, elaborado a partir de las denuncias judiciales o públicas de casos de torturas, constata un total de 1.081 casos con anterioridad a 1978. Pero, como los mismos autores aseveran, nos encontraríamos ante una infrarrepresentación de los incidientes registrados durante el franquismo, atendida la “práctica generalizada [de la tortura] en esa época”60.

Lejos del alcance y resultados de las políticas públicas de memoria articuladas por el Gobierno vasco, encontramos la iniciativa de constitución de la Junta de Valoració de persones represaliades durant el tardofranquisme61 impulsada por el Ayuntamiento de Barcelona. En este marco, el consistorio encargó además la realización de diversos estudios sobre la cuestión que también arrojaron resultados relevantes62. Volviendo a la Junta, ésta fue un órgano multidisciplinar cuyo propósito consistió en la valoración de las solicitudes presentadas para obtener el reconocimiento de la condición de persona represaliada. Su tarea, junto con otros proyectos también en el ámbito local elaborados por el Centre d’Estudis sobre Dictadures i Democràcies63, ha permitido aproximarse al fenómeno represivo en ambas vertientes, la de las víctimas y los victimarios. Aportando, además, información relevante sobre la tortura y su locus habitual: Via Laietana 43. Gracias a todas las iniciativas aludidas ha sido posible reunir un acervo, aún modesto, de evidencias documentales, testificales y periciales sobre la represión en general y los malos tratos en particular. Así, ha sido posible establecer una primera cifra mínima de personas torturadas en la Jefatura, que superaría con seguridad el centenar, a pesar de tratarse, insistimos, de un primer bosquejo del fenómeno.

El modus operandi

En términos generales, las detenciones se producían como resultado de operaciones dirigidas contra grupos considerados “subversivos”; un concepto harto extensivo que comprendía un amplio abanico de conductas y, sobre todo, perfiles ideológicos que, en la mayoría de casos, correspondían a la de individuos que no hacían sino ejercer derechos fundamentales. Con todo, también resultaba habitual que los detenidos fueran sorprendidos in fraganti por miembros de las fuerzas policiales en sentido amplio: agentes del Cuerpo General de Policía, incluidos los adscritos a la Brigada de Investigación Social, la Policía Armada (sobre todo en el transcurso de algún tipo de movilización), números de la Benemérita, la Guardia Urbana barcelonesa o hasta los serenos. Por último, no era extraña la infiltración, la delación por parte de la ciudadanía o, incluso, por parte de personal civil de determinadas instituciones, como por ejemplo los bedeles de centros educativos.

Una vez producida la detención, los maltratos podían iniciarse in situ o in itinere. Así, no fueron extraños los casos en los que las agresiones físicas comenzaban en los vehículos policiales que trasladaban al apresado a la Jefatura. En otros supuestos, especialmente luctuosos, se produjeron graves atentados contra la integridad física, como la defenestración de un detenido en abril de 1971 desde un segundo piso en Cornellà de Llobregat. La víctima quedó, según los médicos que lo atendieron, en estado “muy grave”64.

Ya en comisaría, en ocasiones el Gabinete de Identificación65 tomaba instantáneas de las personas detenidas y, si fuera el caso, de los materiales incautados durante los registros. Desafortunadamente, buena parte de este material está ilocalizable; el que aún se conserva se encuentra adjunto a los expedientes de instrucción del proceso. Entre las fotografías que hemos podido consultar, destaca un caso singular, el de Miguel Lorenzo Jerez, en el que, tras el pertinente peritaje forense, podrían acreditarse evidencias de tortura. Se trata de un detenido durante una importante “caída” de militantes comunistas habida en 195866. El aparente ensañamiento de que fue objeto podría obedecer al carácter central del detenido en la célula del PSUC del Puerto de Barcelona. Cabe destacar que la represión y las torturas tuvieron un marcado componente de clase: los maltratos tendieron a ser más virulentos cuando los arrestados eran de extracción obrera; extremo al que cabría añadir una particular inquina, cuando no directamente odio, contra los militantes de las distintas organizaciones comunistas.

En las instantáneas tomadas por el Gabinete de Identificación en las que pueden apreciarse una serie de heridas y contusiones en el rostro de Miguel Lorenzo Jerez compatibles con haber sido objeto de una agresión.

En ocasiones, el mismo acceso a comisaría se convertía en la primera fase del escarnio. Así, los detenidos durante las movilizaciones habidas el Primero de Mayo de 1976 en Barcelona, cuando llegaron a la Jefatura, al ser introducidos por el acceso de la calle Tomás Mieres resultaron apaleados por un pasillo de números de la Policía Armada dispuestos para la ocasión67.

Una vez dentro de las dependencias, los arrestados eran conducidos a los calabozos, que se encontraban a menudo en pésimas condiciones de higiene, térmicas o, en casos de detenciones múltiples y estados de excepción, en situación de auténtica masificación. De este sótano, en el que dominaba a menudo un fuerte olor a zotal, se los trasladaba a las estancias superiores, donde se procedía a su interrogatorio. Seguidamente, eran devueltos a su lugar de procedencia, en ocasiones con objeto de que se “enfriara el cuerpo” y retomar las sesiones transcurrido un determinado plazo68. Esta angustiosa experiencia —en la que a menudo el detenido no disfrutaba de asistencia letrada ni de ningún tipo de apoyo familiar, cuando no se desarrollaba en la más absoluta soledad— se prolongaba, en el mejor de los casos, durante 72 horas, límite preceptuado por la ley. Como es sabido, en los supuestos transcurridos durante la vigencia de un estado de excepción la detención y, por ende, los malos tratos y torturas, así como la zozobra que producían, se extendían sine die (hay documentadas detenciones de hasta veinte o más días)69. No es extraño, por lo tanto, que los superviviente vivieran como un alivio entrar en la prisión70.

Los testimonios orales y las denuncias públicas, así como la labor de los abogados defensores, resultan capitales para el estudio de la tortura y sus crueles repertorios. Ya hemos insistido en que este es un fenómeno que se desarrollaba de manera clandestina, por cuanto constituye una práctica vergonzante y reprobable desde diferentes posicionamientos éticos. Su documentación es, por lo tanto, difícil; más aún si los hechos se remontan a medio siglo atrás, lo que imposibilita la aplicación de uno de los principios fundamentales de los procesos de investigación de esta práctica: la celeridad. No obstante, como ya hemos señalado en otro lugar71, hay posibles indicios en la propia documentación policial, sobre todo en las actas de las diligencias de interrogatorio. En éstas, no es extraño encontrar lo que a todas luces parece un eufemismo policial: “estrechado a preguntas”72. La aparición de esta fórmula, que pretendía atestiguar un habilidoso interrogatorio que exponía de forma palmaria las contradicciones del relato del reo, podría ocultar una praxis de escasa impronta intelectual. En efecto, parece haber una correlación entre la presencia de esta fórmula y casos de torturas, malos tratos, coacciones o presiones.

Dibujo de época, realizado por una estudiante detenida en 1966 solicitante en el marco de la Junta de Valoració, en el que puede verse un diagrama de los calabozos de la Jefatura Superior de Policía.

El repertorio del torturador

Con ánimo sistematizador, y a partir de lo establecido en el Protocolo de Estambul73, que aunque no contenga un numerus clausus en cuanto a los repertorios de la tortura, sí ofrece una taxonomía clara y sintética, hemos detectado, para el caso del tardofranquismo en Barcelona, diferentes métodos de tormento. Los más habituales fueron los golpes de todo tipo: puñetazos, patadas, bofetadas, latigazos e impactos con diversos objetos contundentes, ya fueran porras, varas, cables metálicos o incluso grapadoras y máquinas de escribir. Habitualmente iban dirigidos a partes no expuestas del cuerpo, como la planta de los pies, técnica conocida como “falanga” o “bastinado”. Esta práctica resultaba a la vez discreta y dolorosa. En determinadas ocasiones fue nutrido el grupo de policías involucrado. Éste era el caso de la “rueda”, cuando diversos números, incluidos los de otros cuerpos, rodeaban a la persona para golpearla de forma continuada. La multiplicidad de agresores aumentaba no sólo el suplicio del detenido, sino que contribuía a profundizar la sensación de humillación e impotencia de la víctima, sometida a un acto de escarnio colectivo y a la absoluta merced de sus victimarios

También se recurrió al amplio elenco de las conocidas como “torturas posicionales”, consistentes en suspender al detenido, someter a presión distintas partes del cuerpo, limitar de manera prolongada los movimientos u obligar a permanecer largo tiempo en determinadas posturas estresantes. Ejemplos paradigmáticos de estas prácticas fueron las popularmente conocidas como el “pato” o la “cigüeña”; esto es, obligar al interrogado a caminar de cuclillas con las manos esposadas bajo las rodillas. Otro ejemplo fue el “quirófano”, en el que el detenido era dispuesto decúbito supino sobre una superficie (una mesa, por ejemplo) mientras parte del cuerpo permanecía en suspensión, provocando un insoportable dolor en la columna vertebral. Igualmente, se han recogido casos de aplicación de una variación del pau de arara (conocida también como “balanceo”)74, que consistía en colgar al detenido entre dos escritorios mediante al menos una barra, generalmente metálica, por debajo de las rodillas y los codos o las muñecas. Aunque su uso contra los esclavos está documentado con anterioridad —así como en ese laboratorio de la tortura que fue Auschwitz, donde recibiría el nombre de Boger-Schaukel en honor a quien lo popularizó—, esta técnica fue sobre todo de uso común en algunas dictaduras latinoamericanas coetáneas. 

Foto aparecida en el boletín de las Comissions de Solidaritat en 1976. En ella, se pueden apreciar los rastros de tortura en un detenido, J.G.M, que habría sido sometido, entre otros tormentos, al pau de arara.

En ocasiones, en el desarrollo de los interrogatorios tuvieron lugar quemaduras con cigarrillos. También se practicaron diferentes técnicas de asfixia, como por ejemplo la conocida como “bañera”. Por lo que respecta a la espinosa cuestión de los diferentes tipos de violencia sexual, se ha podido constatar que se profirieron amenazas de violación, ya fuera contra una detenida o como mecanismo de presión contra algún interrogado. Con todo, esta cuestión merecería una aproximación que tuviera en cuenta con mayor extensión las circunstancias que padecieron determinados colectivos sociales perseguidos, como por ejemplo el de las trabajadoras del sexo. También constan abusos sexuales, aunque estos no tuvieran lugar en Via Laietana, sino en el establecimiento penitenciario al que la persona detenida fue trasladada y por parte de un facultativo. En este caso concreto, la persona afectada describió haberlo vivido como “una agresión en toda regla”75.

Ahora bien, la tortura y los malos tratos no se circunscriben al tratamiento recibido en los interrogatorios, sino que también tienen en cuenta las circunstancias ambientales. En este sentido, se han podido constatar situaciones en las que las condiciones de detención fueron crueles o inhumanas: celdas pequeñas, atestadas, insalubres, confinamientos solitarios (ya en prisión) o negación de la intimidad. Con ellas, se pretendía incrementar deliberadamente el padecimiento de las personas detenidas (o presas). En otro orden, fueron habituales las condiciones climáticas inadecuadas, caracterizadas por constantes episodios de frío o humedad que convertían la simple estancia en los calabozos en una experiencia desapacible.

Otro capítulo a tener en cuenta es el de las privaciones o manipulación de los estímulos sensoriales, sobre todo del sueño o los contactos sociales. No fueron tampoco infrecuentes las humillaciones verbales y físicas, coacciones y amenazas de muerte (encañonamiento con arma de fuego, amagos de defenestración, etc.), de violencia contra familia o amigos, de nuevas torturas o de encarcelamiento. Como señala el Protocolo de Estambul, la distinción entre tortura física y psicológica es a menudo artificial, produciéndose habitualmente de manera conjunta76. En este sentido, fueron comunes las técnicas psicológicas destinadas a la destrucción de la personalidad del reo, como por ejemplo tratar de forzarle a traicionar a sus compañeros o seres queridos o hacer patente en todo momento su vulnerabilidad e impotencia ante la situación dada. En este epígrafe cobra especial relevancia la inducción forzada a presenciar torturas o malos tratos contra otros detenidos o, incluso, la de facilitar por parte de los perpetradores la presencia de familiares de la víctima en los interrogatorios de los que era objeto.

Como es sabido, la tortura consiste en infligir sufrimientos mentales o físicos, la supresión o disminución de facultades de conocimiento, discernimiento o decisión y, en definitiva, cualquier acción, contumaz y persistente, que atente contra la integridad moral de la persona afectada. Estos serían, en efecto, los elementos objetivos del tipo. Existen diferentes modalidades de tortura en función de la finalidad perseguida. En primer lugar, encontramos la indagatoria o inquisitiva. Este tipo, que remite al concepto clásico de tortura entendida como vis doloris orientada a doblegar la voluntad del presunto delincuente, trata de obtener información sobre diferentes aspectos relacionados con el delito: acciones cometidas o no, conocimiento sobre los acontecimientos o los posibles cómplices involucrados, etc. En segundo lugar, hay que referirse a la tortura intimidatoria. Ésta, como su propio nombre indica, tendría por finalidad el disciplinamiento a través de atemorizar a la víctima para que cese en su actividad o conducta (finalidad especial). Ahora bien, la práctica podría también tener por destinatario a un determinado grupo, al que trataría de intimidar por la vía ejemplarizante (finalidad general). Finalmente, encontramos la punitiva, cuya finalidad es simplemente el castigo de la víctima. Huelga decir que las tres formas pueden convivir en una misma sesión77. A partir de los casos estudiados, se puede constatar que todas estas modalidades fueron puestas en práctica en las dependencias de Via Laietana 43.

Ya nos hemos referido a la naturaleza de las víctimas, fundamentalmente activistas antifranquistas y, sobre todo, militantes de organizaciones clandestinas agrupadas bajo el epíteto de “subversivas”. No obstante, también se dieron casos en los que las personas torturadas poco o nada tenían que ver con los supuestos mencionados. La represión, en fin, hizo en ocasiones gala de un carácter indiscriminado que coadyuvó a la crisis de legitimidad de la dictadura. A título de ejemplo, un joven profesor mercantil detenido en 1969 manifestaba ante el juez sentirse “sorprendido de la brutalidad que ejerce la Policía y la falta de honradez de la misma”. Asimismo, relataba haber sido “maltratado físicamente” y obligado a presenciar cómo hacían lo propio con su pareja, al tiempo que realizaban “observaciones inmorales respecto a su novia y las relaciones entre ambos”. El detenido había sido testigo, también, de los malos tratos a los que habían sido sometidas otras personas, a quienes los agentes obligaron a estar de pie durante larguísimas horas. En concreto, una mujer, derrengada por llevar varios días de pie, se orinó encima como consecuencia del los golpes recibidos78. El declarante en cuestión jamás llegó a ser procesado.

Los perpetradores

Aunque el concepto tortura aparezca vinculado a la BIS, ésta no tenía ni mucho menos la exclusividad de esta práctica79. Para el caso de Via Liaetana, además de los interrogatorios y operaciones ejecutados por los agentes adscritos a la 6ª BRIS, se ha podido constatar la participación de otros uniformados en las situaciones en las que se sometió a los detenidos a tormentos; en concreto, de agentes de la Policía Armada. Sus actuaciones son detectables, sobre todo, en casos de torturas intimidatorias o punitivas. En el caso de un tal “Urtain”, apodado así seguramente en honor al boxeador vasco, éste aparece como auxiliar en los interrogatorios por sus aptitudes físicas, idóneas para presionar, amenazar o agredir a los detenidos. La sombra de la sospecha se extiende también sobre otros números del Cuerpo General de Policía, aunque este extremo no ha podido ser corroborado con la información de la que disponemos actualmente. En cualquier caso, en un espacio como la Jefatura, es difícil que los agentes que prestaban sus servicios allí pudieran alegar desconocimiento, lo que los convierte en cómplices de los abusos. Otros casos, protagonizados por la Guardia Civil, también revistieron especial gravedad. Sin embargo, al igual que los malos tratos efectuados por funcionarios de prisiones, éstos tuvieron lugar extramuros de la Jefatura Superior de Policía.

En cualquier caso, el protagonismo corrió a cargo de los miembros de la 6ª BRIS. Esta Brigada se encontraba dividida en siete grupos diferentes, siendo uno de los más activos el tercero, especializado en la represión de los comunistas. En total, al menos 120 agentes se encontraban adscritos a esta unidad, 95 de los cuales como miembros activos80, aunque no es descartable que el servicio se viera reforzado en momentos puntuales. A partir de los diferentes proyectos de investigación y de los datos ofrecidos por uno de los pocos estudios monográficos que ofrece información en este sentido, han resultado identificados un total de 166 agentes de la Brigada81.

Organigrama de la 6ª BRIS mostrado en la exposición, comisariada por César Lorenzo y Javier Tébar, Això em va passar. De tortures i impunitats. Esta muestra fue pionera en el tratamiento del fenómeno de la tortura durante el franquismo. Se expuso en el Born Centre de Cultura i Memòria entre septiembre de 2016 y febrero de 2017.

Llegados a este punto, nos gustaría hacer algunas anotaciones sobre esta lúgubre unidad policial, cuyo radio de acción podía extenderse más allá de la provincia de Barcelona si así lo requerían las necesidades represivas de la dictadura82. Una aproximación a través del personal adscrito a la misma, sobre todo vía documentación administrativa de acceso abierto, nos permite constatar una rápida incorporación de nuevos subinspectores a la brigada. Asimismo, resulta llamativa la juventud de estas nuevas cohortes, la mayoría cuyos integrantes debía de rondar la veintena. Muchos completaban la breve formación en la escuela del CGP, de la que egresaban al cabo de apenas un mes y medio como subinspectores de segunda. Al cabo de unos tres meses de servicio, el grado devenía definitivo. Con todo, los agentes podían verse rápidamente involucrados en operaciones de cierto calado. A falta de una prosopografía completa, podemos citar el caso de Adriano Jiménez Hayas, por ejemplo, quien fuera admitido y graduado en la escuela de formación antes de cumplir los 21 años de edad, y se vio a continuación implicado en una importante operación durante el estado de excepción de principios de 1969.

Caso aún más fulgurante es el de José Mª Renta Calleja: partícipe de la misma operación, la resolución de la DGS de acceso a la escuela del CGP databa de diciembre de 1968. En el mejor de los casos, aún debía de ser subinspector de segunda provisional cuando se vio involucrado en el operativo. Semejante situación fue la de Juan Carlos Arricivita Calvet. Este opositor, admitido al tercer intento en marzo de 1968, fue destinado muy pronto a Barcelona. Al poco de incorporarse, participó en la acción aún en marcha contra las estructuras del PSUC. No cabe duda del contundente y la vez precoz bautismo de fuego de estos jóvenes agentes.

Todavía no contamos con suficientes evidencias para aprehender cuál fue el proceso de transmisión de valores, métodos y experiencias entre las diferentes generaciones de la BIS. Sin duda, para el caso de Barcelona los hermanos Creix debieron de jugar un papel crucial como eslabones entre la “vieja guardia”, formada en los años veinte y operativa hasta principios de los cincuenta, y los más jóvenes. Asimismo, qué duda cabe de la convivencia de estos últimos con agentes de meritada ferocidad, como fue el caso del que, ya en democracia, a punto estuvo de convertirse en jefe superior de Policía de Barcelona, el comisario Genuino Navales. Otro tanto podemos decir de la presencia de otro agente, Atilano del Vallo Oter. Este miembro operativo de “Grupo Tercero” de la 6ª BRIS, involucrado en acontecimientos de notable brutalidad y sadismo, fue condecorado con la Cruz al mérito policial con distintivo rojo en 1976 para, pocos meses después, resultar condenado, junto con su compañero José Antonio Álvarez Villar, por un delito de lesiones contra un detenido a la pena 12 días de arresto menor; pena de tan corta duración sólo porque el delito de torturas no fue tipificado como tal hasta 197883. El juicio, que tuvo lugar el 28 de octubre de 1976, se saldó con importantes altercados protagonizados, en una clara muestra del corporativismo de un cuerpo habituado a la impunidad, por sus propios compañeros de la Jefatura.

La relevancia del testimonio

Si las obras de la apertura de Via Laietana dejaron una huella indeleble en la fisonomía de la ciudad de Barcelona, la comisaría sita en aquella arteria hizo lo propio en los cuerpos y, sobre todo, las mentes de las personas que tuvieron la desdicha de pasar por sus instalaciones. Indudablemente, el inmueble ha quedado marcado como uno de los espacios esenciales de cartografía del terror franquista84.

Aun a falta de nuevos estudios con acceso a fuentes inexploradas, todo parece indicar que en tiempos de cambio político la represión, así como la tortura, se recrudeció notablemente. Resulta cuanto menos sintomático que sea en este mismo período cuando los nombres de los agentes desaparezcan de las diligencias, siendo sustituidos por sus números de carnet profesional. Más significativo todavía resulta que, hasta el momento, no haya podido ser localizada ninguna norma u orden que diera indicaciones en este sentido. ¿Fue una decisión consciente y precavida ante las incertidumbres de un posible cambio político? ¿O se trataba, en cambio, de ocultar la identidad de los agentes implicados durante unos servicios extraordinarios prestados en aras de garantizar la pervivencia del régimen o para, al menos, limitar la influencia política de la movilización opositora en las calles? En cualquier caso, parece que el desasosiego había cundido en el cuerpo, como señala alguna crónica de época85, fruto de la preocupación por los hechos registrados durante la revolución de los claveles en Portugal y la suerte que corrieron los agentes de la PIDE (la policía política del Estado Novo portugués, que en sus últimos años pasó a denominarse DGS).

Actualmente, constituye una tarea urgente, un deber de memoria, incluso, recabar el máximo número de testimonios de aquellos tiempos ominosos. Los procesos de reconocimiento constituyen, asimismo, una fuente histórica fundamental, a pesar del alcance parcial de sus resultados. Se trata, además, de una carrera a contrarreloj: en apenas una década esta generación de activistas antifranquistas de los años sesenta y setenta habrá desaparecido o se habrá visto notablemente mermada. Por desgracia, algunas de estas personas represaliadas aún podrían presentar sintomatología activa derivada de sus vivencias, lo que acrecienta el riesgo de revictimización. Otros, directamente, no quieren participar en las iniciativas de reconocimiento público, ya sea porque se trata de un recuerdo demasiado doloroso (de hecho, muchos abandonaron cualquier activismo ya en el momento como consecuencia de la represión, a menudo mal acompañados o hasta estigmatizados por sus respectivas organizaciones), ya porque no se sienten compelidos por lo que Carles Vallejo, represaliado en Via Laietana, alguna vez ha llamado “deber de testimonio”86. Todas estas opciones son, obviamente, legítimas.
Otro elemento que ha podido inhibir la prestación de testimonio es la tendencia a relativizar la propia experiencia represiva. La tortura sigue asociada, como ha sido señalado, a la imagen de la mazmorra medieval87, sin tener en cuenta otros repertorios más sofisticados. Así, el “método americano”88, con todos los matices que se quiera con respecto a esta caracterización, es a veces percibido como algo ajeno al tormento, lo que no dejaría de ser una paradójica victoria póstuma de la dictadura en el ámbito de las percepciones. La conformación de esta percepción no debió de ser ajena a la construcción por parte de la propia oposición —a través de una suerte de propaganda de atrocidades con la que se pretendía “crear un cerco de desprecio en torno a los sicarios de la Brigada Político-Social”89 — de un tipo ideal de militante heroico y abnegado, sintetizado en el “modelo Miguel Núñez”, a la luz del cual cualquier otra experiencia pareciera palidecer.

Es urgente, en fin, poner en marcha una doble tarea en este ámbito. Por un lado, garantizar el acceso acompañado y respetuoso a los procesos de prestación de testimonio de las personas supervivientes y, por el otro, desplegar una acción pedagógica con respecto al carácter poliédrico de la tortura que ponga en valor las diferentes experiencias vividas.

Un espacio de memoria necesario

Lo dicho hasta aquí da una idea de la significación de Via Laietana 43 como principal espacio de represión en Barcelona (y Cataluña) durante la dictadura franquista. No solamente quienes pasaron por sus dependencias, sino todos los represaliados por la dictadura merecen que el edificio sea reconvertido en un espacio de memoria: de denuncia de la represión dictatorial y de reconocimiento de la lucha por las libertades. Así ha sucedido, en tantos otros países, con lugares emblemáticos de vulneración de los derechos humanos en contextos dictatoriales. Pese a ello, conviene no caer en paralelismos hiperbólicos: Via Laietana no fue la ESMA catalana (o española), como se viene repitiendo de vez en cuando durante los últimos años. Ni la cifra de muertos ni, sobre todo, las características y finalidad de las torturas practicadas en un espacio y otro permiten sostener la comparación: Via Laietana fue un espacio de terror, la ESMA lo fue de exterminio90. (No hace falta insistir en que también el franquismo tuvo, en los momentos de su asentamiento, una voluntad de eliminación del enemigo; sin embargo, la Jefatura de Via Laietana no es representativa de esta realidad.)

La reivindicación para la conversión del edificio en un espacio memorial acumula ya un cierto recorrido. Merece la pena reconocer, en este terreno, el esfuerzo de algunas entidades, como la Associació Catalana de Persones Ex-preses Polítiques del Franquisme, Irídia, el Ateneu Memòria Popular (en el que están integradas las dos primeras), Òmnium Cultural o la Comissió de la Dignitat. Gracias a este impulso asociativo, la reivindicación ha calado también en el ámbito político, desde el que han tenido lugar varias declaraciones y proposiciones en esta línea. En junio de 2017, la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados aprobó, a instancias de Esquerra Republicana y con el único voto en contra del Partido Popular, una proposición no de ley para museizar el espacio. En 2019 fue el Ayuntamiento de Barcelona el que aprobó una resolución en la misma línea, al tiempo que instalaba un atril explicativo a pocos metros de la entrada de la Jefatura. Finalmente, en octubre de 2024 fue el Parlament de Cataluña el que, a iniciativa del grupo de Comuns y con los votos de PSC, ERC y la CUP, instó a la Generalitat a negociar con el Gobierno español la reubicación de la comisaría y la conversión del Via Laietana 43 en un espacio memorial. El propio ministro de Política Territorial y Memoria Democrática, Ángel Víctor Torres, había asumido en abril el compromiso de establecer allí un “lugar de memoria”, aunque sin comprometerse a la reubicación de la comisaría, opción a la que el Ministerio de Interior se ha mostrado hasta ahora reticente. En el mejor de los casos, pues, el Gobierno español ha dejado la puerta abierta a un uso compartido —memorial y policial— que no convence a ninguna de las partes implicadas.

La Ley de Memoria Democrática de 2022 abrió una oportunidad para impulsar la resignificación del espacio. La declaración de Lugar de Memoria Democrática que prevé la ley (art. 50) obligaría a las administraciones a garantizar la “perdurabilidad, identificación, explicación y señalización adecuada” del espacio (art. 52). Ésta fue la vía emprendida, en el marco de la campaña Via Laietana 43: fem justícia, fem memòria91, por el Ateneu Memòria Popular, que en enero de 2023 presentó la petición de inicio de tramitación de un procedimiento administrativo para la declaración del edificio de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona como lugar de memoria y, consiguientemente, para su inclusión en el Inventario Estatal de Lugares de Memoria Democrática. Una petición que, a fecha de hoy, continúa sin obtener respuesta por parte de la Dirección General de Memoria Democrática. Lo que, dicho sea de paso, contrasta con el caso de la antigua sede de la DGS de la Puerta del Sol, donde el Gobierno está impulsando la declaración del espacio —que hoy aloja la sede del Ejecutivo autonómico— como lugar de memoria92.

Más allá del recorrido institucional de la petición y de sus posibilidades de concreción, el debate alrededor del relato memorialístico sobre el edificio y sus usos continúa abierto. Aunque la campaña Via Laietana 43 ha conseguido un envidiable carácter unitario, bajo su paraguas conviven discursos no siempre coincidentes. Antes de la constitución de la plataforma, las propuestas estaban aún menos perfiladas, y fundamentadas dictadas en ocasiones más por criterios de interés político que memoriales. Un primer motivo de controversia fue el propio destino del inmueble. En este terreno, hubo inicialmente algunas voces que apostaron por el derribo. Se trata de una opción que puede leerse como una derivación del trauma de la tortura; como una pulsión de olvido, de negar el espacio. Algunas víctimas han contado, por ejemplo, cómo cambiaban de acera para evitar pasar por enfrente del sitio donde habían sido torturadas. No obstante, como pasó con los debates sobre el Valle de los Caídos, hoy parece imperar un amplio consenso sobre la necesidad de mantener el edificio, resignificándolo. Éste es también el destino que han tenido tantos otros centros de detención y tortura del siglo XX.

Otro punto de desencuentro es el derivado de las distintas narrativas históricas de fondo sobre Via Laietana 43 y sobre la práctica de la tortura y los malos tratos. En este ámbito, sería ingenuo obviar que los debates han resultado mediatizados por la dinámica política catalana que ha caracterizado la década larga del llamado “Procés”. No han sido extraños, en los últimos años, los productos periodísticos que han planteado una línea de continuidad ininterrumpida entre el horror franquista y las vulneraciones de derechos acontecidas tras la consecución de la democracia parlamentaria, a partir de las elecciones de junio de 1977 y la posterior aprobación de la Constitución, en diciembre de 1978. Estas iniciativas han tenido el mérito de contribuir a poner el foco mediático en la necesidad de dar un uso memorial a Via Laietana 43 y, al mismo tiempo, han servido como instrumento de denuncia de algunos episodios recientes de malos tratos. Sin embargo, la equiparación entre ambos períodos conlleva el riesgo de banalizar el significado del franquismo como experiencia de conculcación sistemática de los derechos humanos. La necesaria denuncia de las insuficiencias del contexto político abierto en 1977, de las líneas de continuidad que se dieron en los aparatos del Estado, así como de los abusos policiales cometidos desde entonces no puede servir como pretexto para minusvalorar la huella del horror dictatorial.

Un último foco de polémica se ha derivado del papel del estamento policial, que, con la excepción de la Agrupación Reformista de Policía, ha rechazado de plano cualquier cambio en los usos de la Jefatura. Cuesta no ver en esta actitud un tiro al pie para la propia imagen del cuerpo: los primeros que deberían estar interesados en desprenderse de la alargada sombra de la dictadura son los propios policías. El poco interés de los agentes de Via Laietana en la conservación del atril explicativo instalado por el Ayuntamiento, que acumula ya ¡quince! actos de vandalización sin que se haya hecho nada para impedirlo, es también indicativo de la actitud reinante en el cuerpo.

Reflexiones finales

Conflictos como los que acabamos de mencionar dan cuenta de que la memoria colectiva constituye un terreno de confrontación. Con todo, los sostenes cosechados por la campaña Via Laietana 43 demuestran también que existe hoy en Cataluña un amplio consenso para la resignificación de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona. Para algunos, el centro del relato memorial deberían ocuparlo las víctimas y, por consiguiente, la violencia institucional y sus varias facetas. Otros ponen el acento en la dimensión ética de las luchas protagonizadas por quienes fueron objeto de esta represión. En realidad, ambos polos son complementarios, y no debería haber problema para que un futuro espacio memorial los incluyera ampliamente a ambos. Sería deseable, además, que esta combinación diera como resultado un discurso no sólo integrador, sino también unificado. En este sentido, es del todo pertinente la crítica planteada por Jonathan Littell al espacio memorial de Babyn Yar: no es lo mismo una memoria donde estén todos que una memoria de todos93. Una crítica que podría plantearse también al Fossar de la Pedrera del cementerio de Montjuïch, donde cada entidad tiene su propio monolito, sin que éstos queden integrados en una lógica memorial unificada.

La instalación de un espacio memorial en Via Laietana 43 sería también una magnífica oportunidad para contribuir a dimensionar el fenómeno de la represión franquista. Sin verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no-repetición quedan cojas; y, pese a que el conocimiento acumulado sobre la represión franquista es a día de hoy muy amplio, dista de ser completo, en especial en lo que atañe a las últimas décadas de la dictadura. Por ello, la creación de un censo de víctimas, como establece la Ley de Memoria Democrática, resulta especialmente pertinente. Con todo, la creación de una “comisión de la verdad” sobre el franquismo sigue esperando. La lentitud en el despliegue de la ley, tanto por lo que respecta a su desarrollo reglamentario como a su dotación presupuestaria, no invitan a ser optimistas. Muchos de quienes padecieron la represión en las últimas décadas de la dictadura todavía están entre nosotros, y tienen derecho a ser resarcidos.

Otro de los derechos de las víctimas es el de la justicia. En los últimos años, decenas de ellas han presentado querellas contra sus torturadores. Al fundamentarse en el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos, la Ley de Memoria Democrática pareció abrir una grieta para la progresión de esta vía, pero, hasta ahora, la justicia la ha taponado. Tampoco la Fiscalía de Sala de Memoria Democrática ha mostrado de momento voluntad para abrirla. Tal vez sea conveniente, sin embargo, no depositar todas las esperanzas en el castigo penal. Como ha argumentado Ricard Vinyes, el derecho penal no agota los derroteros de la memoria como herramienta contra la impunidad94. Además, para el caso español, añade, una estrategia centrada en la “quiebra de la impunidad” a través de la exigencia de responsabilidades penales a los verdugos podría estar “promoviendo unas expectativas en difícil sintonía con la realidad”95. Una alternativa que ya ha dado algunos frutos es la de los procesos de jurisdicción voluntaria relativos a declaraciones judiciales hechas sobre hechos pasados, articulados en la disposición final 3.ª de la LMD. A este procedimiento se acogió, por ejemplo, la familia de uno de los fallecidos en los sucesos de Ferrol de marzo de 1972. Aunque no deriven en la imposición de una pena, estos procesos sí dan pie al establecimiento de una verdad judicial y a posibles resarcimientos.

Sea como sea, pasado casi medio siglo desde el fallecimiento de Franco, y atendiendo a la avanzada edad de muchos de quienes padecieron represión bajo su régimen, no podemos dejar pasar mucho tiempo para pasar cuentas con el pasado dictatorial. La resignificación de Via Laietana debería ser un importante paso en este camino.

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